REDADA
(Toná urbana)
Un cielo de luz crepuscular jalonado de nubes negras, siniestras. Contra él, un sombrío panorama de rascacielos gigantescos, mudos. A ras de suelo, gente con prisa, vehículos, farolas, bocas de metro... Hace frio. Los rostros de las personas que van y vienen, la mirada perdida en un punto inconcreto, no expresan nada. La multitud camina ajena a la tarde, al cielo, a los edificios, al frío, a los rostros…
- Jente, luses, escaparates, semáfaros… y coches, coches malasombra que te llevan palante al menor escuido. Aquí no pué uno parpaguear, primo, aquí hay que andase con cuatro pares de ojos. Mira la gente si paesen hormigos anunciando tormenta. Tienen la mirá atravesá deje po la mañana. Aquí desconfían tos de tos porque cuarquiera es güeno pa jacer una charrraná…
Nadie mira a nadie. La noche impone su velo de tristeza a una abigarrada maraña de antenas y de cables. Los corazones laten acompasados con el ritmo del tráfico. Las sirenas clavan alfileres en las neuronas de la inquietud. Parece que es preciso hacer la vista gorda, escuchar lo estrictamente conveniente, anestesiarse de indiferencia y pisar fuerte las aceras para llegar pronto a casa…
- Mira, primo, se ha cambiao la besana por el metro y el colmao por los restoranes caros. ¿Ande estará aquí gente como dios manda? Porque estos que pasan quién sabe si son de güen metal. ¿Ande estará, por dios, la gente? Pero la gente, gente… gente como nosotros. Ni un chiquillo pajolero, ni una prima conosía, ni una chufla entre compadres… ¡ay!
Renqueando llegan hasta el cruce de avenidas un par de coches y tres motos de cuarta o quinta mano. Lucen placas y letreros de dudosa procedencia. Se detienen en la esquina. Ni colores, ni pegatinas ni Camarón el de la Isla con sobredosis de decibelios detienen a un solo transeúnte. Unas personas de aspecto renegrido se apean y sacan diversos arreos: guitarras, un cajón, el sombrero de las limosnas, papeletas caducadas de una rifa, una flauta y un saxo. Contra los mármoles de la suntuosa fachada del banco dibujan estampas de chabola, derraman aromas barriobajeros y dejan oír sones de cierto aire canalla.
- ¡Anda, qué gracioso. Mira, primo, mira, tiene pellizco eso ¿qué no?. Ganas no me fartan de allegarme y jalear, que estoy arriao der tó. Apuntan bien, pero mira que la ocurrensia del chavea de meterle un saxofón a esa soleá. Hay que reconoser que tiene sonío, mira tú, lo entremete con grasia, ole, ole. Y la gente, qué, ni una monea por dios. La gente, si no tira pieras po la calle poco le farta, primo. ¡Qué pocos reaños! Mus asercamos nosotros y no hay que hablar más. Rajo der mío, der que traigo ende mu lejos esta hasiendo farta aquí ya…
Un jipío, dos, la garganta a punto… un quejío largo estremece los cimientos de hormigón. Qué soleá más grande en estos mundos. Alguien se queda paralizado, escucha con atención y oye esta voz que le dice al oído cosas intuidas, que ya sabía, pero que no sabía que sabía. Se van agolpando personas que, poco a poco, van dejando de ser gente, una, cuatro, diez, catorce, muchas… Se marca el compás con la puntera del zapato, con un leve bamboleo de cabeza, con el latir del corazón. El tiempo se detiene y marca la hora de hace muchos siglos. El sonido del tráfico, lejano ya, se confunde con el rumor de cualquier rio caudaloso. Una voz antigua, con sabor a tierra y a sangre, canta:
- “No soy de esta tierra, ni conozco a naiden; al que jiciera cariá conmigo, que Dios se lo pague”
Gente en las aceras y miradas vigilantes en el coche oficial. Se inicia la rifa. Un vendedor de voz afillá pregona mojigangas. Dos mendigos ofrecen un trago. Rafaela, la gitana, vende claveles a precio de oro y de paso aventura el porvenir leyendo las manos.
- Callandito, eh, hay que respetar aquella voz, que es la de tos nosotros…
María la Perrata y Billie Holliday regresan del mercadillo, agarradas del brazo, con sus batas de retales. Mercado negro y tatuaje. Reyerta en los callejones. Y la voz, que prosigue desgranando su rosario de quejas. ¡Ay, ay! Un personaje escurridizo e invisible salta de esquina en esquina acariciando con su dedo de hielo la espalda de los transeúntes. Ayayai! Gente agolpada en la acera. Desconfianza en el coche oficial.
- Ya se ve el calor de esta gente. Aquí me queo, que consuela como lumbre. ¡Ay, ay! Con la soleá atravesá en la garganta, las salías tien que ser, ni m,ás ni menos que como siempre han sío. Antes eran las fatigas de andartronchao contra la tierra y los agüelos esmayaos, y los niños escalzos y to eso. Ahora mis duquelas son d´andar lejos de aquella tierra. En estos suelos tan duros no cria la yerba ni ajondan las raíces.¡Ay! Andar a salto e mata ha sío el sino mío y el de to estos. Venga un trago, primo. Hay que echase a la calle. No hay más remedio que echase a la calle a ganar unos cuartos. Otros se creen mejores y se echan a los perros, a los perros del parné, primo, a los perros del mardito parné…
No es legal. Que no es legal.
- ¿Qué no es legal?
No es legal el jaleo en las calles, ni la aglomeración, ni el viejo sombrero de las limosnas, ni la rifa, ni las botellas de licor. Le digo que no es legal el trapicheo, ni la navaja en el bolsillo, ni el coche sin papeles ni los conductores sin carnet. Tampoco lo son las matrículas, ni el color, ni el estacionamiento. No es legal la venta de claveles, ni su precio, ni la buenaventura, ni ocupar la fachada de un banco, ni las batas de lunares de esas dos cantaoras viejas, ni el mercadillo donde las adquirieron.
Tampoco resultó legal el sonido de la guitarra, ni las palmas, ni el taconeo de la muchacha, ni esa sombra extraña que acaricia con su dedo frío la espalda de la gente honrada, ni…
- ¡Ay, ay!, que mus llevan palante, esposaítos como criminales, que pena más grande. Mañana meterán en la cárse a cuarquiera de nosotros y la calle se queará tranquila sin su copla ¡Ay! Si mus cortan el camino habrá que tirar por las trochas ¡Ay, ay! Que no semos legales, primo, que no semos legales. ¡Ay! Pero semos de ley, semos gente de ley, sí señor. Y ésa es nuestra perdisión en estos mundos onde tos llevamos la soleá atravesá en la garganta. ¡Ay! Siempre hemos acabao disiendo ¡ay! Y siempre, siempre, mientras el mundo sea mundo tendremos que desir ¡ay! ¿A que sí, primo? Pegaítos a la tierra, debajo de los puentes, en las chabolas sin ventana o en el patio de la cárse diremos ay. Y en la capital, forraítos de billetes y los hijos con carrera, arrancaos de nuestra vida y sin linaje también habrá que desir lo mismo ¡Ay! Es nuestro sino.
Antonio Osuna Ropero