viernes, 11 de junio de 2010

AÑORADOS REBELDES: POR JOSÉ LUIS GARTNER

AÑORADOS REBELDES


“Es casi un milagro que los métodos de la enseñanza moderna todavía no hayan estrangulado del todo la sagrada curiosidad de la investigación”
No lo digo yo, lo dijo hace ya unos cuantos años Albert Einstein. Y sin embargo, a la vista de los acontecimientos, y de la alarma que estos desencadenan, todo hace parecer que la cuestión de los métodos no ha cambiado en exceso. Lo que sí ha cambiado ha sido el concepto de educación que tiene nuestra moderna sociedad de la tecnología y la abundancia: tenemos la convicción de que el único responsable de la formación de una persona es el profesor. El resto de la ciudadanía se lava las manos y señala como único culpable a un sistema educativo incapaz de dar en el clavo.

Existe una máxima de origen africano que viene a decir algo así como, “al niño lo educa toda la tribu”. Pero al parecer, en el caso español, la tribu anda dispersa en otros menesteres. La tribu no está por la labor, y sin embargo se cree con pleno derecho a verter críticas contra esto y aquello, sin un mínimo de fundamentación empírica.

Frente a un alarmismo generalizador sobre las grandes carencias educativas, cargado de lugares comunes y fiscalizador de las nuevas generaciones, no me cabe más remedio que situarme del lado de los jóvenes. Alguien tenía que hacerlo. Debe ser por esa manía que tengo de llevar la contraria. Y lo haré porque, a pesar de haber sido privados del derecho fundamental (y elemental) a la educación, de haber sido despojados del valor intrínseco de la autodisciplina y de habérseles mostrado el estudio como una obligación y no como una oportunidad de penetrar en el universo del conocimiento y la inteligencia, una inmensa mayoría de los jóvenes sigue llenando facultades, bibliotecas, teatros y salas de conferencias.

Se acusa a los jóvenes en general de todos los males de nuestra sociedad, cuando son ellos precisamente los que más generosidad han demostrado a la hora de afrontar esos grandes problemas que los adultos les hemos dejado. En nuestra injusta memoria, ya no queda nada de aquella imagen de los voluntarios de toda España que limpiaron el alquitrán en las playas de Galicia sin exigir ninguna compensación económica. Tampoco recordaremos las largas acampadas de aquellos muchachos que exigían la inversión del 0,7 del P.I.B. en proyectos de desarrollo para países desfavorecidos por la dictadura del mercado. Creo yo que algún valor moral denota tan generosa acción. Los adultos tildaríamos de ingenuo al que trabaja sin exigir un sueldo a cambio de recoger chapapote.

Nada de esto significa que todo lo referente a la educación sea un camino de rosas.

Resulta evidente que una parte de nuestros menores acusa una peligrosa pérdida de valores, una preocupante ignorancia sobre el hecho de que toda acción debe tener sus consecuencias. Empiezan a menudear los casos en los que se pone de manifiesto que ciertos individuos carecen de la capacidad de empatizar, de colocarse en el lugar del otro.

Ahora bien ¿Acaso ese tipo de valores éticos pueden adquirirse por ciencia infusa? Y aún más, ¿es posible que toda la responsabilidad sobre ese tipo de carencias caiga siempre sobre el personal docente? Y lo que es más preocupante ¿se ha conseguido alguna vez en la historia transformar a un energúmeno en un ciudadano a base de medidas drásticas de tipo penal?

Personalmente, albergo cierta sospecha de que una sola persona tiene muy difícil lo de influir en los valores de un grupo de jóvenes. Pero, como sucedió con la pandemia de sida, sabemos que un problema estructural debe ser atacado desde varios puntos. No me estoy refiriendo a una buena coordinación entre padres y docentes, sino a la asunción de verdaderas responsabilidades por parte de toda una sociedad. No es de recibo que la labor de profesores y padres se vea tirada por los suelos gracias al poder destructivo que posee el medio televisivo. Los niños aprenden desde muy pequeños que la celebridad, la buena vida, el triunfo y el éxito económico, se pueden conseguir a base de indolencia, ordinariez, inmoralidad y ramplonería.

Ya que la pantalla les ha robado la capacidad de imaginar, al menos debería formar parte de un compromiso educativo a todos los niveles. Me niego a admitir que la televisión sea un simple medio de entretenimiento, ese postulado es de una simplonería que insulta a la inteligencia. La televisión e Internet son el reflejo de toda una sociedad; en ellas vemos nuestras pequeñas virtudes y nuestras múltiples carencias. Son medios de masas y como tales se prestan a la manipulación y la difusión de verdades a medias, pero también son una herramienta llena de posibilidades para influir positivamente en la conducta de los individuos. El problema radica en que a los poderes fácticos no les conviene tener frente a sí un pueblo inteligente, culto y dotado de criterio. Eso iría contra sus propios intereses. El poder prefiere disponer de una audiencia fácilmente manipulable, porque esa es la mejor manera de perpetuarse y evitar tropezones en el futuro.

Y sin embargo, todos los temores que atenazan a nuestra hipócrita sociedad con respecto a los jóvenes, apenas tienen importancia comparados con el peor de los peligros: la pérdida de la rebeldía. Las sociedades modernas siempre han avanzado porque en algún momento de su historia hubo individuos que supieron y tuvieron el valor de ir contracorriente. Una sociedad compuesta fundamentalmente de espíritus conformistas está condenada al más absoluto marasmo. Si una generación que tarde o temprano estará llamada a adquirir responsabilidades de índole político, ha nacido marcada por la falta de compromiso y el resignado pasotismo de sus predecesores, tendrá todas las papeletas para fracasar en todo aquello que afronte. Sin conciencias críticas, sin inconformismo moral y sin la añorada presencia de la Santa Rebeldía, nuestra soñada república quedará para siempre condenada al desengaño, convirtiéndose de nuevo en el objeto de chascarrillo para los pragmáticos.

Ir contracorriente puede tener sus inconvenientes, pero al menos es la única manera de verlas venir.

                                                                               Jóse Luís Gartner