viernes, 6 de agosto de 2010

CARTA A MI HIJO

CARTA A MI HIJO




… Hijo, no sé cómo empezar. Me falta experiencia. Tu madre ha sido quien se ha ocupado siempre de estas cosas. Ya sabes, las mujeres, sobre todo las madres, tienen para esto más tacto. Yo solía decirle que bastante tenía con bregar en el trabajo como para andar preocupándome por las pataletas de cualquier maestrilla melindrosa. Pero a mí esto de ahora me está superando y tengo cosas tan complejas que contarte que no encuentro la manera de hacerlo sin que cambie demasiado la opinión que puedas haberte forjado sobre mí….

Cuando regresamos del Centro en el que vas a vivir hasta tu mayoría d edad, me caí con todo el equipo, como suele decirse, y me encontré de repente en el extremo opuesto de lo que soy o de lo que creo ser: aislado del mundo, paralizado, incapaz de articular palabra, de atender las llamadas de teléfono, de sentarme a la mesa para comer, incluso de darme una ducha y afeitarme. Tu madre está rota, pero se afana para sacarme del estado tan lamentable en que me hallo. Esta mañana se acercó a mí; había tanto dolor en su rostro que sentí miedo. “No te me hundas, tú siempre has sido el más fuerte”- me dijo apoyando su cabeza sobre mi pecho, buscando no sé si consuelo o protección- Así permanecimos más de una hora. En ese espacio de tiempo logré vislumbrar la salida del oscuro túnel en el que nos hallamos los tres. Es como si la fragilidad de tu madre me hubiese brindado de pronto la fortaleza necesaria para afrontar las circunstancias y sobre todo para escapar de ellas.

A simple vista, aquí hay un único culpable, que eres tú por el delito que has cometido, pero he llegado a la conclusión de que el origen de tu comportamiento está en mi actitud equivocada a la hora de educarte. Hemos tenido que cometer errores muy grandes para llegar a esto, hijo. Y dicen que los errores, tarde o temprano, se pagan. Es necesario hacer borrón y cuenta nueva y empezar a conducirnos de manera diferente si queremos aspirar a otra vida. Tal vez sea tarde, pero hemos de intentarlo. Por eso es imprescindible que hablemos a corazón abierto tú y yo. Me toca a mí mover ficha…

Mira, yo siempre he creído que, aparte de los lazos naturales entre padre e hijo, nosotros somos dos colegas unidos por ese vínculo tan especial que se crea cuando compartes afición por el fútbol, por la caza, por la competición o las apuestas. Aparte de eso, siempre he tenido a orgullo el haberlo dado todo por ti, el haber sido capaz de conseguir mensualmente el dinero para que no te faltara de nada, el afrontar con decisión hipotecarnos de por vida para que puedas crecer en una vivienda con todas las comodidades. Desde que naciste me he esforzado en alejarte de cualquier tipo de penurias; con las que yo he pasado hay bastante. Pero, por raro que parezca, lo que ha pasado contigo me ha llevado a preguntarme si he sido y soy un buen padre… creo que no…

Para ser padre o madre se requiere un aprendizaje, como para todo en la vida. Desde que somos pequeños hasta que nos adentramos en la edad adulta vemos cómo a nuestra alrededor todos se esfuerzan por enseñarnos datos y materias, bastantes de las cuales no nos sirven luego para nada. Pero a mí no me enseñaron nunca algo tan útil en la vida como educar a un hijo. Esa carencia ha acarreado consecuencias dolorosas para mí, para tu madre y, sobre todo, para ti. Ojalá me equivoque, pero creo que si algún día tienes hijos, ellos también serán víctimas del deplorable legado que vamos transmitiendo de generación en generación.

El primer día que inicié mis estudios de primaria, con sólo seis años, ya sufrí los golpes del maestro. Yo estaba acostumbrado al trato amable de mis padres y a la condescendencia de mi maestra del parvulario. Aquellas primeras bofetadas me hicieron más daño moral que físico. Volvió a repetirse en días sucesivos, así que comencé a mirar al maestro como el ogro de los cuentos que leían mis hermanos mayores y la escuela era un lugar donde acudíamos más a sufrir que a aprender. Los castigos severos y los palos, propinados con una crueldad que aún hoy me pone la carne de gallina, provocaban en todos los alumnos un pánico incontrolable. Fuimos creciendo en una atmósfera de miedo y angustia y a medida que cumplíamos años, se iban endureciendo los métodos. Las tortas y tirones de orejas, dejaron paso a la temible palmeta, a la ridiculización, a las palabras hirientes, a los puñetazos, a los golpes contra la pizarra e incluso a las patadas. El miedo se convertía a menudo en pavor. Las lágrimas que derramábamos a diario dejaban pequeños regueros en el polvo de tiza que caía de la pizarra. Yo me convertí en un niño inseguro y asustadizo, siempre tenía miedo. Recuerdo que en casa solían preguntarme: ¿Y a ti qué te pasa? –Nada- respondía yo- haciendo algo improvisadamente para desviar la atención. Los domingos por la tarde un velo de tristeza se cernía sobre mí como la sombra de un nubarrón. Me abandonaba la natural predisposición infantil hacia el juego y, aislado, me sentaba a rumiar mis temores, sin capacidad ninguna para compartir la diversión general ni apurar las horas que quedaban. La mirada iracunda y la papada temblorosa de mi maestro cuando asestaba con fuerza descomunal sus palmetazos en mis manos componían un horizonte siniestro y aterrador. El jolgorio de la plaza acentuaba más si cabe mi soledad ante el peligro, creía ser el más débil y me sentía desgraciado a tan temprana edad. Este suplicio duró ocho años.

Un día, después de una buena zurra regresé a mi pupitre y con la cara escondida lloré amargamente. Pero el temor se acabó ahí; con trece años tenía edad suficiente para tantear otras formas de sentir y reaccionar: reconocí en un acto de sinceridad mi repulsa personal hacia el maestro, experimenté un odio feroz hacia los métodos de aquel tipo, y me aventuré a dejar fluir un sentimiento de ira incontenible contra no sabía muy bien quién o qué. Entonces pronuncié entre dientes una frase: cuando sea mayor y tenga un hijo, como yo pueda ningún maestro la va a hacer lo que este me hace a mí. Esta frase, puesta en boca de un niño de trece años, puede mover a risa a cualquiera, pero la determinación con que la dije me ha acompañado siempre. Y hoy me arrepiento de ello.

Renuncié a los estudios y comencé a trabajar en el taller. La vida ha cambiado bastante: algunos de mis amigos se han convertido en maestros y sé con certeza que distan mucho de parecerse a aquél hombre, sus métodos de enseñanza no son aquellos, ni siquiera se parecen. Yo, que tenía pesadillas con los cuadernos y libros, descubrí le lectura a través de tu madre, que me la inculcó con la dulzura propia de una mujer enamorada. Por amor leí a Bécquer, a Machado, a Delibes, a Cervantes, el Lazarillo… bueno tú conoces de sobra la biblioteca que tenemos en casa. Esto me ha llevado a pensar que sin aquellas torturas de infausto recuerdo, quizás me hubiera ilusionado con la escuela, con los estudios, incluso me podría haber decidido a estudiar para maestro. Pero lo que hemos vivido nadie tiene potestad para cambiarlo.

A veces me piden que haga un esfuerzo por entender en su contexto a aquel profesor, pero un niño maltratado no entiende de contextos. Si te digo la verdad no le guardo ningún rencor aunque nunca pude desprenderme de aquellas vivencias que me marcaron para siempre; lo sé porque cuando tu madre estaba embarazada de ti sentí que algo en mí se ponía en guardia. La frase pronunciada tantos años atrás resurgía con toda su fuerza y martilleaba mis sesos el primer día que te llevamos a la escuela. Analizaba cada comentario que tú hacías buscando palabras y actitudes reprobables en todos los maestros y maestras; así comenzó una larga sarta de enfrentamientos con ellos, día tras día, curso tras curso. Les pedía explicaciones de todo, a veces de muy malas formas, y siempre sacaba la cara por ti, ahora sé que equivocadamente, poniéndome de tu lado, justificando tus meteduras de pata y tu indisciplina que iba en aumento a medida que ibas creciendo. Hubo varios hechos graves que en lugar de hacerme reflexionar de manera objetiva acerca de tu conducta, no hicieron sino reforzar mi tozudez y dar vuelos a tu incorregible comportamiento. Creía que mi proceder era el más apropiado, el de un padre que se desvela por su hijo. Si hubiera sabido mirar el presente, jamás se me habría ocurrido condicionar tu futuro resucitando mi pasado.



Las cosas fueron a peor. Las expulsiones, cada vez más frecuentes, las reuniones del consejo de disciplina del colegio, tus notas desastrosas, tu apego a la “play”, al televisor, a internet, en definitiva, tu falta de motivación en la escuela, en casa, con los amigos, tu vida anárquica, ajena a todo deber, tu rechazo frontal hacia cualquier tarea que suponga esfuerzo o agobio para ti han desembocado en esto. Cuando me llamaron urgentemente al centro escolar y vi salir a la maestra- la que solía sacarme de quicio con sus reproches- en ambulancia supe de golpe que habíamos (los dos, tú y yo) llegado demasiado lejos y tomé consciencia de todos los errores cometidos a la hora de educarte. Yo sé que la palmeta que aquel maestro hacía restallar sobre mi mano, resuenan ahora en las tuyas y en las de tus posibles hijos; ella es la culpable de todo lo que ha pasado, pero también nosotros por no esforzarnos en cambiar las cosas que creemos perniciosas de forma inteligente y civilizada. Espero que el tiempo que estés ahí te ayude a reflexionar sobre lo que se puede y sobre lo que no se puede hacer en la vida, que te propongas un borrón y cuenta nueva; que aprendas a juzgarme como padre y educador, ahora que eres conocedor del origen de mis errores y de mi falta de visión y de voluntad para corregirlos. Sólo espero eso. Y que no sea demasiado tarde, hijo.



Antonio osuna Ropero

8 comentarios:

El Gaucho Santillán dijo...

Nunca es tarde, si hay vida.

Buen texto.

un abrazo.

Mónica dijo...

Me movió las entrañas.
No existe una escuela para padres.
Mi tarea de madre abnegada, temo vaya por carriles que no desearía, pero es lo mejor que estoy brindando.
Suelo pensar y dejar pasar lo de Confucio: "Educa a tus hijos con un poco de hambre y un poco de frío".

Los hijos aprenderán, filtrando, con sus años y sus experiencias.Ojalá!

Carta de un padre a un hijo!Buenísima.
Grandeza de un padre y una madre que lo aman!!!!

Un fuerte abrazo

noah dijo...

Bonita carta, y buen analisis de la paternidad.
Los hijos en vez de un pan bajo el brazo, deberian traer un manual de intrucciones.

Saludos

Noah

http://tutudetul.crearblog.com/

Paco Muñoz dijo...

Muy real y muy humana. Creo que es la escuela de padres la que falta. Pero siempre hay posibilidad de arreglar lo desarreglado.

Un abrazo.

Mª Antonia dijo...

Un texto conmovedor, Antonio, pero nunca es tarde si de verdad se tienen propósitos de enmienda y buenas intenciones.

Un abrazo.

Señor De la Vega dijo...

Mi Señor Aguilera,
Emotiva carta, fluida e incisiva, que esperando sea ficción por el bien de los afectados, no deja de inscribirse en la realidad minoritaria aunque en aumento de nuestro presente.

En mi opinión es ingenuo pensar, que el que mi hijo conozca mi pasado, le haga transformar su actitud o cambiar de suerte, es más, posicionarlo ante la dureza o sacrificio que significo la ascendente vida de su padre, le podría hacer sentir un completo fracasado, incapaz de llegar a nada ante la vida y solo golpearla o golpearse, para sentir la herida y castigarse, sin ganas de arrancarse en su camino, porque cada cual forjamos el nuestro, con nuestros tiempos.

La enseñanza, no tiene misterios en teoría, basta motivar, ejercer la disciplina y la constancia, comprobando que el enseño, es capaz de enseñarlo el enseñado.

La educación, sin embargo, también en teoría, es el resultado de explicar los límites en los que nos movemos y conocer las consecuencias e implicaciones de violarlos, (sufriendo consecuencias si se traspasan). Con la enseñanza, solo nos manejaremos en el área y sabremos reconocer señales, pero sin educación, nuestra tendencia humana será normalmente el ignorarlas, por incontables razones.

Para respetar los límites, se requiere ser consciente de principios, vivir entre respeto compartiendo la moral ejemplar de quien nos rodea, ejercitar la crítica si maneja inteligencia y frenar los deseos de quien proponga la rotura de las reglas; existen excepciones con la madurez, pues así mejora la sociedad y es más sabio el hombre cada vez que rompe normas, pero solo si nos hacemos responsables de las consecuencias y si somos capaces de establecer y defender otros principios, que entiendan anteriores, aunque nos lleven a diferentes límites.
Si además, el amor es presente, la educación será hermosa y eficiente.

Aunque existiese un manual para ser padre, tenga la seguridad que igual que ocurre con el resto de artefactos ninguno lo leyera, o a lo peor estaría escrito en chino.

Gracias por el número impreso del Espolón, es un placer el sentirme en su área y con tantos límites en común.
Suyo, Z+-----

Blog de Bacares dijo...

Son muchos los hijos que son víctimas de sus padres y viceversa.
Educar a un hijo es complicado. Depende de muchos factores, la personalidad e ideales de los padres, la personalidad del hijo, el entorno, los gustos y aficiones, etc...
Es una realidad que los padres se sienten culpables de los errores de los hijos.
A veces lo son.

Un saludo, buen texto.

Mariluz GH dijo...

Me gustaría pensar que, esa carta tan desgarradora, abrirá los ojos del hijo... pero no lo creo.

abrazos